miércoles, 11 de julio de 2007

Bajo la luna también saben descansar los muertos

A mi amigo, el escritor mexicano Samuel F. Velarde, Yacintrofos

Una peca de luna esculpía una sombra bajo el escritorio. Y sobre ella se encontraban las dos correspondencias de Verónica. Una manchada de sangre escarlata, la otra por la luz sombría del techo. Yacintrofos abrió una botella de cerveza y se tendió en la silla, bebiendo lentamente. Por la misma ventana, una lengua fría de viento hacía temblar los papeles del escritorio, pero la fuerza de la sangre que descansaba sobre ellos, los soportaba en la madera. Yacintrofos eructó. Se sintió felíz. Verónica con su sonrisa irónica, con esos labios explotados en rojos como una fresa y su piel suave, estaba tan muerta como una cucaracha bajo las llantas de un Chevrolet. Era mejor esperar a que su cuerpo empezará a despedir el olor inmundo de la putrefacción para así poder apreciar (y sentir) su horrible final. El cuerpo descansaba en la habitación trasera, abierta a la luz del sol que aperecería dentro de poco, pues la aurora asomaba tímidamente a lo lejos de la ciudad, sobre los cerros. Esperar. Sí. Como esperaba a que despuntara una nueva esperanza entre su cuerpo y el de Verónica cada vez que la llamaba por teléfono, él desde el bar, y ella, recibiendo su saludo enfermizo en la habitación de Mauricio, ése imbécil. Pero sin duda, la belleza de esa mujer era tan impactante que le hacía temblar el corazón como un tambor indio. Su boca, sus ojos color shampoo de hierbas, sus manos pequeñitas y esa voz cálida y suave que parecía marcar el tiempo en su vida. Toda esa manera de quererla estaba en el aire, flotando, como una niebla espesa.
Yacintrofos se encontraba excitado. Necesitaba el calor de un cigarrillo en los labios. Se puso de pie, se acercó al salón de la cocina y desde allí, mientras buscaba la cajetilla en el aparador, se volvió hacia el cuerpo de la mujer que descansaba sobre las baldosas ensangrentadas, bajo la luz clarísima y suave de la luna. Podía ver su culo desnudo, la espalda recortada por una línea de sombra perfecta bajando desde su nuca hasta sus nalgas como una línea suave y delgada, sus piernas largas y hermosas. Pero en la cabeza, como una mata de pelos hirsutos, desgreñado, el cadáver de la mujer parecía apreciarse como si se tratase de un muñeco de bazar cuyos dueños han arrojado en la despensa con el solo cuidado de evitar su rompimiento.
Yacintrofos encontró el Winston en uno de los cajones, cogió uno, lo encendió, y acercándose al cadáver, pensó que no tenía otra opción que esperar, como le había pedido tantas veces Verónica, pero esta vez, estaba dispuesto a esperarla, para sentir que ese cuerpo esmpezara a arrojar el olor inevitable de una asquerosa muerte, provocada por sus manos.

La rutina como un disparo

Al fin. Hoy por la tarde, luego de un almuerzo de pescado con salsas de limón, pude dormir algo; aunque claro, pesadamente mal. En los últimos días (acaso excitado por mi crimen) no había podido pegar los ojos ni por un solo segundo, aun cuando tomaba las pastillas y medicamentos que el doctor Spinoza me recetó para el insomnio que me aqueja. Poco a poco esta sensación de sentirme cansado amainó en mi fisiología con un sueño sorpresivo que me encontró recostado en mi catre, revisando antiguas correspondencias de amigos que ya no están. Es cierto que aquella fue una siesta alentadora, de esas que te disponen de un buen estado de ánimo, lo que ya es un síntoma lamentable de lo mal que anda mi geografía interior, pues restableció sorpresivamente algunas de mis saludables funciones motrices.
Después de muchas y pesadas horas, en las que estuve tumbado en uno de los anticuados sillones que ocupan un sitio reservado de este, mi cuarto de hotel, fumando cigarrillos rubios frente a la ventana, o bien, escribiendo este diario con el riguroso oficio de un escribano, pude conciliarme con el descanso. No recuerdo cuanto tiempo es que estuve dormido. Mi noción del tiempo es vaga, indefinida, y sólo me sirven como un calendario eficaz para mis días y noches de claustro el color del cielo cuando se forra de cobre en los crepúsculos sangrientos, y la oscuridad, cuando por las noches asalta a la ciudad una sábana negra y profunda, tendida en el dilatado firmamento, que presta a los individuos la amenaza cruel de que declinaran sobre el mundo. En las madrugadas, la niebla del mar, fría, picante, borra la frontera imprecisa de las casas del balneario y sé cuando se presenta un nuevo día de padecimientos.
Ahora, y a partir de mi descanso, los músculos de mi cuerpo han adquirido una rigidez que había carecido hasta poco antes de esta tarde, ya que las fuerzas anímicas me habían abandonado casi por completo en las ultimas noches, desde aquella vez que forcé el cuello de la escritora, y tras mi huida, en la profunda oscuridad de la noche asesina. Abruptamente se me inmovilizaron los párpados, la carne de mi rostro, mis brazos y piernas y otras tontas facultades de mi naturaleza corporal. Sin embargo, supuesto lector, debo precisar que este descanso al que he hecho referencia me asaltó terriblemente, restándole a mi inusitado sueño la calma y quietud de lo apacible. Un paisaje oscuro, de sombras violentas, tras los muros arqueados de los sepulcros, una nube de cuerpos deshechos enviados por las tinieblas, y en cuyo territorio la muerte regenta vastamente sobre este misterioso dominio (en realidad una expresión rococó del infierno) en el cual me encontraba en medio del cementerio, alzada de una arquitectura que trasciende en un deterioro progresivo. A lo lejos, era observado por un sucio cadáver. Esta imagen era escalofriante, unos pies hinchados, saltado en carnes sanguinolentas, mordiendo los pasos que yo dejaba en el duro empedrado. Sólo eso. Luego, mi dormitorio en comunión con la noche. Es por eso que me entrego una vigilia forzada para no volver con mis víctimas que me buscan en mis pesadillas, desde el mas allá, y adonde las despaché. No encuentro razón alguna para descalificar mi homicidio, ya que esta mujer me produjo una certera consigna de lo que era mi existencia: una estación sombría y despreciable, una burda comprobación de que ésta sólo se debía a la alianza Literatura-Hastío. Por esto, confuso lector, es que me he entregado a la persistencia fría de mi soledad, como una más de mis condenas autoimpuesta, una resolución estoica y obstinada, aunque sin desacreditarla de un cierto y extraño temor, sin duda.

Diálogo breve

El policía se acerca. Mi compañero y yo estamos asustados, y nuestros revólveres no tienen una sola bala. Entonces él piensa: ¿Y si lo matamos?
-¿Estás loco?
-No me digas que quieres ir preso, Arturo. Esto se puede solucionar dándole vuelta a ese tonto policía.
-No cuentes conmigo. Ya mucho hemos tenido con disparar a esas pobres mujeres del metro.
-Como quieras.
-¿Y si corremos? Aún no nos ha visto.
-Es imposible. Estamos en un callejón sin salida.
-Pero trepando el muro quizás podamos llegar al otro lado de la calle.
-Piensas mucho, pero nada consistente, mi buen amigo. ¿Recuerdas a Poirot?
-Claro, claro que lo recuerdo. Es mi personaje literario más querido.
-Bueno, pues, pero parece que no has aprendido de sus razonamientos.
-¿Porqué lo dices?
-Porque piensas como una niña asustada. Deberías tranquilizarte más y decir menos bobadas.
-¿Entonces tú crees que disparando a ese pobre policía que sólo cumple con su trabajo es ser más inteligente?
-Menos inteligente no quiere decir menos práctico. Lo único que podemos hacer para escapar es matando a ese tipo. ¿O quieres pasar veinte años de prisión llorando por qué no le disparaste cuando bien lo pudiste hacer? Vamos, piénsalo. Aún estás a tiempo.
-No puedo hacerlo. Además no tenemos balas.
-No las tenemos en el tambor. Pero yo las tengo aquí, en mi bolsillo. ¿Quieres una?
-¿Por qué diablos me engañaste, entonces, diciéndome que ya se nos había acabado?
-Porque en serio las creí acabadas. Pero luego me di cuenta que aún tenía unas cuantas escondidas. ¿No soy listo?
-Eres un imbécil. Un perfecto imbécil.
-Oye, oye, oye, tranquilo con lo que me dices. Además este pobre imbécil como me llamas te puede salvar.
-Pues no solo a mí, sino tú también. Recuerda que los dos estamos metidos en esto.
-¿Vas a querer las balas o no?
-No lo sé.
-Pues, en el tiempo en que demoras en pensarlo ya vas a estar cumpliendo dos años de prisión.
-No digas estupideces, ¿quieres?
-Bueno, ya te decidiste, ¿vas a disparar o no?
-Ya se acerca. Estamos perdidos.
-Mierda. Si no lo haces tú lo hago yo.
-Espera, no lo hagas…
-No quiero podrirme en la cárcel como tú.
-No seas loco, espera…
-Vete al infierno, tonto policía.

domingo, 1 de julio de 2007

Entre la neblina de la muerte y la luz de una mañana (a propósito de la exposición Yuyanapaq. Para recordar)

Entre las muchas imágenes que se pueden ¿apreciar?, hay muchas que sobresaltan. Exaltan la sensibilidad más dormida, adormece el pulso, deja frágil la ecuanimidad. No hay momento del recorrido de la exposición que las preguntas no dejen de apelotonarse como un hervidero de grillos en la cabeza: ¿Por qué sucedió todo esto?, ¿A qué se debió que filosofías foráneas impusieran en las mentes frágiles de los insurrectos toda esas prácticas criminales para que se abocaran a la más repudiable forma de buscar “justicia social”?¿Por qué el Perú es una sociedad tan enferma que se niega a estar enferma? En las salas del sexto piso del Museo, es cierto, hay un amplísimo ambiente que presta al visitante de una buena camaradería con la reflexión. Pero en las imágenes, qué apretados los muertos, los rebeldes, las fuerzas del orden, qué juntos y uno encima del otro los detenidos, tendidos vientre abajo los presos de las cárceles prontos a morir, un ser humano. Y los estudiantes de San Marcos, de la UNCP; las mujeres y hombres de confundidos los cadáveres entre tanta miseria que deja la muerte cuando toca cobardemente a Huaycán y Raucana, a Maria Elena Moyano dirigirse a sus “compañeras” para alzar protesta por sus hijos y por ellas mismas, en sacar del atraso y la miseria a toda una comunidad de familias migrantes, a los periodistas de Uchuraccay, las fotos de Willy Retto, entre la neblina de la muerte y la luz de una mañana, entre otras evidencias que dan muestra de lo doloroso que es para el Perú recordar estos, sin duda, durísimos veinte años. En una de las salas, la número 22, se presentan testimonios de seis desaparecidos, por parte de una madre, un hijo, una hija, una hermana y esposas. Esta, debo confesar, es la parte más penosa del recorrido. Es doloroso. El relato que se nos ofrece es descarnado, es lamentable, angustiante, pero real. Las personas que brindan estos testimonios cumplen con relatar, con evidente angustia en la voz, la experiencias que han marcado las desapariciones forzadas y matanzas acaecidos sobre sus seres queridos. Aquí el corazón se le quiebra a cualquiera, muy fácilmente, sin poder contenerse la pena. Todas las voces se atropellan en un confuso nudo de indignación y pesar que se ata y enreda en el espíritu del visitante, obligándolo inevitablemente a la conmoción. Aunque la sala es la más iluminada (debido a las pantallas de luz blanca que despiden las cajas, y es donde justamente se encuentran empotradas las fotografías ampliadas de las víctimas), lo infortunado y el oscurantismo de estas muertes opaca el espacio, como si un cuerpo de gallinazo planeara bajo el cielo raso y colapsara con sus dimensiones la claridad del salón. Estas personas víctimas del atropello están ausentes, pero sus voces hablan, gritan, denuncian en las bocas de sus familiares y exigen redención. La exposición ha sido posible gracias a la Defensoría del Pueblo, el INC, EL Ministerio de Justicia, y otros, que sumando esfuerzos, tienen el compromiso de ofrecer a la población esta información recopilada y producida por la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Este compromiso es con el fin de optar por el recuerdo, y además con el de abrazar la verdad. Salomón Lerner, presidente de la Comisión mencionada, escribe: “es una elección moral que implica valentía y madurez”.Esta visita debería constituir en la mente de los peruanos una conciencia solidaria y de férrea visión de justicia y de paz para el futuro, para que hechos como los ocurridos no vuelvan a suceder, y que los grados de suma miseria y hambruna que aún existen en gran parte del país desaparezcan de una vez por todas, adoptando una actitud de compromiso con nuestros pares, sin ningún tipo de violencia ni sojuzgamiento, sino con la convicción de pensar en conjunto en un Perú progresivo y justo, pacífico y hermanado entre sus ciudadanos.Como se menciona en una entrega, éste es un espacio de rememoración que, se sirve de la fotografía como herramienta de conocimiento y recuerdo, para contrarrestar el olvido, la ignorancia y la negación.

Una noche después de la lluvia

El ojo izquierdo de la mujer no tenía brillo, tan sólo una inquieta nebulosidad de eclipse lunar. Parecía encontrarse abrumada, y apenas fisgaba con esfuerzo el cuarto, debido a la herida cerrada de su párpado. La luz del candil iluminaba solo una mesa desportillada, sobre la que descansaban dos platos vacíos, los restos de un pan de molde y un cuchillo ensangrentado, de esos que sirven para cercenar pescuezos de cerdo. Por la ventana abierta, ingresaba el olor de la muerte, fuerte, aplastante, robusto. Dejando la puerta abierta, la mujer se aproximó a la lumbre en busca de más claridad. Allí bebió un poco de leche, limpió la comisura de su boca y se juró valentía. Arrastrando los pies, uno delante del otro, tomó un poco de aliento mientras ejecutaba su segunda operación: encender una mecha para ayudarse en la búsqueda de su propósito. Una vez hecho esto, tomó el cuchillo con las mangas de su faldón y depositó las monedas que llevaba en las raídas alforjas, sobre la mesa, en lugar del arma que ahora guardaba entre las ropas interiores. Estaba dispuesta a hacerlo, mientras afuera la noche se hacía de fuegos y nimbos, de lluvia y marea negra. Amanecería y ella estaba segura de su cometido, ya envuelta entre las frazadas cálidas, sonriendo complacida de su ejercicio macabro, mientras escuchaba el cuerpo de sobresaltos de su madre, afectada, sin duda, por una afiebrada pesadilla. La muerte de los encapuchados tenía el costo de su cabeza. Pero aún así tenía una fuerza tan profunda como la fosa que iba a servir para sepultar los sucios cadáveres. No había venganza más sublime y redimible que su juicio. Entonces, en la comunidad, no se hablaría de otra cosa que de la bestia que descansa sobre el charco de sangre de los insurrectos, al lado del río. Y ella pensaría que esa bestia tiene el ojo izquierdo de una nebulosidad de eclipse lunar.

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El sol en el lomo de las bestias

A Jaime Piedra y Julio Lara, el “Loco”

Ardía el cielo. Era una tarde algo agónica cuando asomaron las primeras bestias, a lo lejos, como estatuas dispuestas a romper su inanimidad. Sobre ellas, borrados por una exhalación espesa de putrefacción, (la putrefacción de sus determinaciones) los ¿duros? ¿policías? listos a correr en el asfalto y repartir pelea temerosamente. Pero nada más falsificado, Señores. Eran, en apariencia, aguerridos, fuertes, con blasones en el pecho y una voz tronante que corta una música de laúdes en una noche joven. Pero más cobardía, ni en una sala cerrada y oscura de claustrofóbicos. Los valientes eran los que con mochila en la espalda y las nucas soportando el sol, marchaban. Gritaban. Protestaban. Triscaban el asfalto con temperancia, quemaban la tarde con sus gritos; no esa música de bárbaros, sin concierto, ni pueril, sino la de una voz que protesta por lo que la vida debe justificar. La de defender una vida universitaria en un país injusto, ridículo por lo que lo respalda en riquezas, pero que lo intensifica en el absurdo, en lo inimaginable, en lo que no debería ser ni suceder. La decisión de llegar al Congreso y esperar una concertación con algunos representantes del mismo por nuestros derechos, estaba latente. Latía, sí, en el pecho, en la garganta ácida, en las sienes mojadas, en el puño que desafiaba la luz de la tarde y en la consigna que nos inquietaba en el cuerpo como un intestino más. A eso íbamos, empujando la marcha, recordando al país que se es joven y no se es idiota ni débil, que corre por nuestras venas inquietudes de pueblo, de masa, de verdaderos revolucionarios.Enla Abancay, los ¿policías? se expusieron como los verdaderos cabrones que en realidad lo son, sobre todo cuando se enfrentan a las huelgas justas. Repartieron palos, columnas de agua, repartieron amenazas con unos caballos tan estéticos y soberbios como flemáticos en sus actos sometidos, que se hicieron sus mierdas en la parrilla de la avenida. ¿Tanto susto no era propicio, acaso, para despejar el estiércol que los sobrecogía y limpiar sus tripas trémulas embarrando de mierda las calles? Eran varios, casi ocho o quizás diez. Pero qué valientes se vendían esos policías de mierda. Valientes con sus botines pesados, con sus cascos briosos (solo en espejos de sol), sus uniformes gruesos y tan verdes como laureles, y esos rostros fieros y marrones que algún tajo debieran tener por cabrones. Tan valientes que sus palos solo estrellaban contra los que no lo merecían, y buscaban un gran punto blanco para empozar unas fuerzas que a punta de miedo concentran. Pero nada más falsificado, Señores. Era, como decirlo, algo tan burdo, tan jodido de ver y reconocer que esos obesos policías intentaban ganarnos en miedo con palabras que en la dulce Galatea quedarían mejor. Porque eran solo falsificadores de verdaderos guardianes de orden. Y el sol, descansando en el lomo de esas bestias que nos descubrían tanta movilidad en sus miembros pesados, vestidos por las sombras de sus carnes. Sus curvas broncíneas se ajustaban a los cendales que el sol limeño arrojaba. Los cascos de sus pezuñas quemaban la parrilla de la avenida. Quemaban sus trotes, los pobrecitos. Sus músculos, qué soberbios, qué fuertes. Y sus pelos tan suaves, color cucaracha, despedían olores de heno, pero también de ese olor penetrante que deben despedir el aliento horrible de sus ejecutores. Una pena tener que enfrentarlos, siendo bestias prominentes y sublimes dispuestos para la poesía y el canto épicos, y no para ser montadas por vacilantes policías para derrapar fuerzas inútiles contra los estudiantes revolucionarios. Desfilaban las bestias sobre el plateado de una parrilla. Ardía con menos intensidad el cielo. El sol en sus lomos dormía con dorados fatuos. Era así. El crepúsculo dormía sobre sus perfiles rocosos. De los movimientos tumultuosos que nos rodeaba, la eternidad nos decía que esa tarde era propicia para hacernos hombres no de sangre enferma, sino de bullentes venas, inquietas, que prestan sus calderos al justo servicio de la indignación. Esta revolución no se arma a punta de chispazos curiosos ni de juegos de jovencitos ingenuos, sino la del deseo de tocar la asfixia de una tierra sobrecogida por el hambre y la muerte injustas y subir la testa de una colina, de una pradera e incendiarla con fogatas que se desprenden de la razón y la sensibilidad humanas. Revolución y razón, pero con el ardor en el corazón para no resistirnos al llanto.

miércoles, 13 de junio de 2007

El fantasma malsano

La lluvia amenaza el faro en la oscuridad. La lluvia amenaza a la muerte en el descanso de los durmientes. Una amenaza noctívaga, sin duda, de sombras y luces trémulas sobre la superficie del agua. Un ligero bullicio de pasos que se arrastran por el pasillo perturba el silencio. Silencio profundo de la noche. Noche de otoño. Ronca y silva el viento en el malecón. En el pasillo, los pasos se hacen fuertes como galopes de caballos sobre un patíbulo. Además, el estallido de las olas en los peñascos parece iniciar una serena orquestación. En tanto, la lluvia arremete otra vez, ahora contra las pantallas de luz que iluminan la calle. El espejo del mar se estremece cuando el brazo de luz del faro gira en la noche y la acaricia. Entonces, de una banca de piedra del malecón, una sombra flaca y lenta se pone de pie. Sobre sus hombros encorvados, una nube de vapor se eleva tan igual a un fantasma. Parece ser un hombre ceniciento, pues su figura se muestra fatigada y con un espíritu que pesa en su semblante como una piedra en pena. Con esfuerzo busca un cigarrillo en su gabán, que estruja inmediatamente entre los labios y que apura a encender. Es otoño aún: gris, humo, color sombrío y pesado en la triste geografía de la playa. Los árboles están completamente desnudos de hojas; contra la oscuridad del cielo, parecen los cadáveres de belicosos guerreros aprestándose a una lucha inútil. Bajo el brazo arqueado de uno de ellos, que otea el cielo trémulamente, el hombre mira hacia arriba, con los ojos acuosos, manteniendo la cabeza erguida durante unos segundos, e inmediatamente baja la vista. Aspira el humo de su cigarrillo, con fruición, y mete la mano izquierda en el bolsillo de su abrigo. Camina con paciencia, como pidiendo disculpas, aunque acaso con desánimo, sin vigor. Sus pasos se vuelven cortos y la acera del malecón se desdibuja tenebrosa en la noche, hacia donde la penumbra lo devorará por completo. Las tinieblas lo ocultan lentamente. Ahora es sólo un sombrero caído que flota en la niebla, ahora un ojo ígneo que se apaga en el aire. La muerte soportará otra vez una nueva maldición, la maldición del hombre que se esfuma en la niebla. Es el anuncio del infierno.

A mil metros

Roman Spaulding reparó, al subir las metálicas escalinatas del avión, la presencia de dos sujetos altos, enfundados en trajes negros y de anteojos oscuros que esperaban al pie de Embarques. Uno de los sujetos llevaba en la mano un pequeño maletín de cuero, que le hizo pensar en un arma de largo alcance; mientras su compañero, algo grueso, un poco más bajo que el otro y de piel blanca mantenía las manos juntas sobre el vientre. El que cargaba la maleta fumaba, mirando su reloj con cierta impaciencia.
Su estadía en Alemania había sido subscrita por los funcionarios mayores según el tiempo que demorara su trabajo en Moscú, como agente secreto del Servicio norteamericano. Según Roman, ocuparía dicho puesto en un tiempo no mayor de una semana. Para esta labor había organizado matemáticamente su horario en las últimas jornadas, devolviendo a su estilo de vida un ritmo vertiginoso e indesmayable, casi mecánico. Esta nueva dinámica no le agradaba a Roman: la idea de una forma de vida menos saludable y de mayores sobresaltos lo encontraba por demás perjudicial, como la de sus años de policía en Los Ángeles.
El compartimiento de la avioneta era confortable. Los asientos estaban forrados de seda y el aire entraba deliciosamente por el condicionador. Una mujer rubia y de atractivas caderas –americana, pensó Roman- le recibió los papeles que indicaban que él, justamente él, era a quien el Servicio había destinado para el espionaje en conjunto con la KGB en Alemania. La rubia le sugirió un asiento, junto a la parte de Oficiales, desde donde se apreciaba todo el hermoso paisaje nocturno. Una sobria bebida y pastelillos de aceitunas rojas le esperaban en la mesa de pasajeros de primera clase. Una vez allí, sentado cómodamente, miró sin interés por la ventanilla la amplia y desierta pista de despegue y el de Embarques, con sólo algunos coches del aeropuerto y de personal preparando los últimos detalles para el vuelo.
Era una noche limpia en Pekín. En el cielo se destacaban nítidamente millares de estrellas y la temporada era agradable. Ni mucho frío ni mucho calor. No obstante el clima, Roman se sentía inseguro y hasta con cierto temor; sobre todo si tenía en cuenta que conocía al ministro de relaciones protocolares ruso Pável Ivanovskaya, un hombre de porte erguido, “distinción europea” según su parecer, ligeramente encorvado en los hombros, pobladas cejas plateadas y el bien recortado cabello en la nuca y las sienes. Su carácter difícil y poco sociable, así como sus toscas expresiones corporales le inspiraba a Roman ese presentimiento de apatía en la relación de ambos que no le hacía nada bien a sus intenciones de espionaje. Tomó un periódico de la mañana y buscó con urgencia las noticias sobre los conflictos en Oriente, que los matutinos daban cuenta en sus primeras páginas. Aunque había permanecido apenas algunos meses en aquél país, le habían bastado para aprender ciertas palabras del idioma que le permitía leer sin ayuda las noticias de la prensa nacional. Solía revisar con extraña continuidad las publicaciones con referencia a Kabul, Quetta, Nueva Delhi y Bihar. Había encontrado necesario informarse. Como agente secreto del país norteamericano y en conjunto con otros de la KGB rusa, estaba obligado a hacerlo. Las columnas informativas le revelaban que el mundo oriental estaba siendo repartido en migas territoriales, en medio de un tráfico que parecía no reparar en los límites de la ambición de control de poderes de los países comprometidos. Su sentimiento rebasaba hacia un miedo incontrolable de tener que enfrentarse en medio de una guerra que no auguraba otra cosa que su muerte inminente. Se llevó una copa de vino a los labios y bebió. Los pastelillos sabían bien, aunque Roman no quiso comerlos. No creía conveniente llenarse el estómago con esos gigantes bocadillos ovulares que le dejaban un sabor ácido en la boca. Llamó a la linda aeromoza en inglés. “¿Puede retirar el servicio?”
La mujer sonrió llevándose la bandeja con los pastelillos, meneando su enorme trasero con cadencia. Roman no pudo evitar apreciar aquellos suaves músculos que se contorneaban tras el uniforme. Sintió una calentura por el bajo vientre, debido al vino que le trepaba febrilmente a la cabeza, pero a los pocos segundos volvió a pensar en la muerte, en su muerte, mientras la avioneta levantaba vuelo sobre las luminosas calles de la ciudad que lo había acogido en los últimos meses. Pronto, y mientras se preguntaba si regresaría con vida a Pekín, estuvo a mil metros sobre la China norte.

Nöelle Poussin, la poeta suicida (Homenaje)

“También creo en los aviones y los autobuses, ellos nos procuran viajes y lugares desconocidos, como también la forma de una muerte segura”.
Noëlle Poussin

Conocí a la escritora francesa Noëlle Poussin en un moderno ático de la calle L’Arrive, el año 1967. No recuerdo la situación del hecho. Tampoco importa, ahora que su cuerpo descansa bajo las flores que la primavera cálida de París lacera, y su memoria está borroneada por el tiempo y mi nostalgia, debido a su muerte tan injusta y dolorosa, sobre todo para quienes la conocimos; y para sus incondicionales lectores, por supuesto.
La suicida Poussin era una mujer de bello rostro luminoso. Tenía la cara olivácea, regular, los labios pequeños y frescos, el cabello llameante, eléctrico, y unos ojos que disparaban fuegos fatales. Dueña de una asombrosa cultura medieval que manejaba con solvencia y destreza en sus disertaciones, era una mujer conocedora del alto renacimiento italiano, y cuya admiración por Tizziano me removía las entrañas, pues siempre consideré al veneciano como un profuso colorista en demasía.

(Pero en estos momentos no importa esa condición artística en mi discurso, ya que no me empuja otro motivo que rescatar mis recuerdos más próximos sobre la bella Poussin y no la opción tardía del crítico de arte.)

Aquella era una tarde de invierno, ya hacía muchos años. Nos encontrábamos junto a tres estudiantes francesas de una academia de guiones del género negro (Simone, Emma y una pelirroja de turbantes pechos de nombre Adrianne). Disfrutábamos de un café en un elegante ático del Salomón, rodeados por rosas blancas y un piano de las páginas de Ravel que perfumaban el ambiente, poco antes de mi partida a la estación de Tolouse Matabaiau, para tomar el tren de las siete con rumbo a Saint-Jean-de-Luz, el puerto principal de Burdeos. En dicha ciudad me establecería por un mes para dictar algunas clases en una escuela del internado de la rue Deuxeleus.
Hablamos poco, lo reconozco, pero me quedó su voz, las pausas que se permitía entre cada bocado de sus pastelillos y las expresiones cálidas de su rostro cuando escuchaba con atención cada una de nuestras intervenciones en dicha reunión. Su malestar por los incompetentes y los apáticos era para tomar en serio, debido a su afiebrado compromiso por la justicia social. Aunque no sólo fue lo único que se habló. Además de lo anterior, se habló de la muerte, el suicidio como resolución última y efectiva, irremediable (e irredimible), y sus hijos, muertos en un asalto de trenes en Ucrania. Las muchachas que nos acompañaban se divertían cuando alguno de los dos tomaba a mal la marcha anticomunista en algunas partes del país, y Noëlle decía que se es joven y a veces ignorante para hablar así, sin conocimiento de causa. Pero al momento de hablar sobre su poesía, Emma, quien también escribía y amaba la poesía mística española, además de intentar una novela romántica, dijo que la de Poussin le parecía también una poesía alternada entre lo irreal y lo místico, lo metafísico y la muerte, cosa que provocó en la poeta suicida un estallo de risa que a todos nos contagió. Rió de buena gana y me gustó la hilera de dientes perfectos y albos que tenía. “No”, dijo, “mi poesía es tan bastarda como un excremento de elefante en la sabana. No creo en el entendimiento de la poesía. Yo más bien creo que el hombre contiene en sus entrañas sus desperdicios infectos y las expulsa por su conducto de mierda, para que deje de apestarle, y se las deja a otros como deposiciones míseras. La poesía es así, infecta y sin oscuros misterios. El hombre es como un elefante, enorme y peligroso, pero también solitario y memorioso”, dijo, sorbiendo su café humeante.
Aquél encuentro lo recuerdo borrosamente. Tenía mi pesado equipaje en uno de los coches que me esperaba en el hotel Seiwald de la rue Saint-Evremond y apenas algunos minutos para empacar los numerosos volúmenes que la institución me había obsequiado: traducciones de Musset, Vigny y de Beaumarchaus. Fue la única discusión que sostuve con esta destacada poeta, ya que yo abandoné al poco tiempo la ciudad y ella se abandonó para siempre de este podrido universo de mentes enfermas, lanzándose del piso 49 de su modesto departamento del edificio de la rue Bernue, donde su esposo, un hombre de bandera comunista, regentaba desde hacía un año un estudio fotográfico. La causa, sospecho, fue la enfermedad que consumió sus entrañas más sensibles y toda la fuerza que le reconocí en los años de lucha en mayo del 68, cuando aspiraba a una vitalidad que, naturalmente, solo alcanzó a poseer en el límite cuadrado de su balcón aquella noche de diciembre negro. Recuerdo también que al despedirme aquella noche me ofreció su mejilla y susurró en mi oído: “Tenga usted en cuenta que ésta servidora lo estará esperando para conversar en el lugar menos adecuado, y sospecho que será en algún espacio oscuro de sus libros”. Lo tomo en cuenta ahora que sé que estoy tan viejo, camino con esfuerzo, (a no ser que sea debido a la ayuda que me ofrece un joven vecina que dice admirarme, pues me ha mostrado todos mis libros y algunos apuntes que ensaya después de leer algunas de mis historias). Bien, hasta acá me quedo, mi querida Poussin. Pequeño homenaje a una mujer bella y talentosa que puebla, sin duda alguna, los lugares más oscuros y trágicos de mis libros.

La ficción como residencia del escritor


Entrevista: Ronald Arquíñigo Vidal

Son las seis de la tarde. El malecón arde y los tumbos del mar golpean contra los farallones de la costanera. De pie, al borde de una muralla, se encuentra un hombre contemplando el crepúsculo sangriento sobre el océano. Fuma insistentemente y nos da la impresión de que se encuentra desconcentrado del mundo. Su saco marrón flamea sobre su cuerpo que, se nos antoja, se consume a cada pitada de su cigarrillo. Es alto y de gestos bruscos. Cuando nos acercamos, lo reconocemos inmediatamente. Es el escritor Horacio Martins. De cerca, parece estar echo de las mismas materias informes e irreconciliables con que están hechos los sueños. El desorden de su cabello y las ropas trajeadas que lo visten nos lo sugieren. No lo habíamos advertido, pero lleva bajo el brazo, apoyado en el muro de piedras, un libro. Se trata de su nueva creatura, una novela que (nos lo confesará después de la entrevista) lo sacó de sus casillas en cada una de las historias que vertía rabiosamente, como un poseído, en las páginas en blanco. Luego del saludo de rigor, y a la hora pactada de nuestra cita, nos sentamos en una de las mesas de un café cercano, al aire libre y de espaldas a la impresionante vista del mar del Pacífico, e iniciamos la entrevista.

-Usted alguna vez confesó su aprecio por la literatura de Bierce. ¿Que lo emparenta con este escritor?
-Creo que los escritores norteamericanos del fin del siglo XIX tradujeron fielmente, y sin presunción alguna, la desmoralización a la que estaba siendo conducido el hombre moderno. Y claro que no se equivocaron. Sólo a comienzos del siglo posterior se sucedieron hechos que se ajustaron a una especie de barbarie e infortunio que se habían advertido en los libros de estos autores, y que aun parece preservarse, sin duda. Cosa que condeno enérgicamente. La aparición de los primeros libros de Bierce, Anderson, Harte, Hawthorne, Dreiser y otros reflejaron perfectamente lo que hasta hoy y en cualquier parte del mundo viene sucediendo: el pesimismo masivo de los individuos. Es algo a la cual otros escritores latinoamericanos adoptaron procurando retratar en verdaderos cuadros humanos en novelas y cuentos con una fuerza emotiva que desconcierta. Me vienen a la memoria nombres incuestionables de lo que me refiero: Onetti, por ejemplo; Drogett en el caso de Chile y porque no, otro autor genial y a quien admiro y respeto muchísimo como es Roberto Arlt. Un genio de la creación, sin duda.
-¿Con esto podríamos suponer que usted se siente cercano a esta tradición literaria latinoamericana?
-No. Por supuesto que no. La tradición de un escritor está en su lenguaje. Si bien los problemas que lo arraigan con su tierra hacen de un autor latinoamericano un hombre de futuro incierto, esto no siempre es válido. Se puede ser un muy buen escritor no por la forma cómo abordas la historia y les presentas a los lectores, sino por el vigor de la palabra escrita, su peso en la conciencia de los individuos que leen sus páginas y por la valentía con la que el escritor se enfrenta, a su vez, con uno mismo. Allí se reconoce el brío de la pluma del escritor. Es este mi único compromiso, el dominio de la palabra y su tradición como lengua expresiva.
-En su segunda colección de relatos se percibe el dolor de la pérdida de la persona amada. Aunque, quienes lo han seguido desde su primer libro hasta este último, podrían pensar que no ha padecido nunca de obsesiones pasionales.
-Creo que el escritor es el sujeto más pasional que existe, y justamente esta constante pasión, ya sea por lo profano o lo divino, lo lleva determinantemente al desaliento y, de esta forma, e inevitablemente a la amargura, la desazón y la desesperanza, que ya es mucho decir. Por supuesto que amé muchas veces y hasta intensamente. Hubieron muchas mujeres en mi vida que me hicieron sentir que la existencia no era más que una inmunda bola de mierda. Pero no por eso he dejado de amar. Ahora, por ejemplo, a quien más amo es a mi gato de yeso que me acompaña sobre mi escritorio, mientras escribo y fumo. El amor es así de sencillo: trivial e insuficiente para mí.
-Cuénteme de su vida en Francia. Sé que tuvo una amistad con la célebre poeta Noëlle Poussin. ¿Cómo la conoció?
-Una importante institución cinematográfica me propuso, por medio de la editorial que me tradujo al francés La cabeza de Satán, un empleo para escribir guiones de televisión. Yo me sentí extrañado. Primero, porque nunca antes había escrito uno o siquiera alguna pieza dramática. Y segundo, ya que no me caracterizo por ser cinéfilo. Entonces la idea de enfrentarme a jóvenes que realmente tenían al cine en la epidermis y en la sangre me produjo espasmo. Luego pensé que no sería del todo malo probar una nueva profesión, ¿verdad?, y porque viajar a Francia era una puerta abierta del tamaño de mis problemas. Así que acepté. Viví un corto periodo en la ciudad Luz: apenas un año y algunos meses en la rue Saint-Evremond, un hotel muy cómodo de estilo medieval. El director de la academia era un hombre culto con quien compartí la pasión por la buena novela policíaca. Ambos coincidimos en autores y títulos. Fue él justamente quien me presentó a Poussin.
-¿Entonces para ese tiempo ella ya sufría de su enfermedad?
-Claro. Pero que no se piense que era una mujer tímida, silenciosa y de un semblante del profundo dolor con que siempre se suele relacionar a cualquier maníaco depresivo. Por el contrario, tuvo muy a bien contarme sus más pasionales vivencias en la Alemania de post-guerra, al lado siempre de su esposo, un importante fotógrafo, también francés y escritor, como ella, aunque un eterno inédito. En cuenta una mujer sencilla y, por supuesto, inteligente. Tenía el don de discutir con una defensa de sus ideales que se te pegaba fácilmente al pellejo si no tenías cuidado. Su suicidio fue lamentable. Recuerdo que escribí un artículo para un diario inglés de sus libros que la sobrevivirían.
-¿Cree usted realmente que los libros son resultado de un descontento de sus autores con el medio que les ha tocado padecer?
-Estoy seguro que sí. La vida es la suma exacta de nuestros fracasos, nuestras perdidas y, porque no, de nuestras más grandes realizaciones personales. El descontento es la persona más racional que existe pues su memoria trabaja a destiempo y esto le permite cuestionar todo aquello que le implantan las sociedades a las que debe, inevitablemente. Aquí, el escritor hilvana historias con los cuales el individuo común tiene la posibilidad de bifurcar su imago y vivir intensamente. El fracaso muchas veces da como resultado un buen libro.
-Entonces estaríamos pensando en nombres que asumen esta postura de la que usted habla, como...
-Aquí ya no importan nombres, movimientos ni posturas. La literatura es una y son varias, es eso cierto, pero en síntesis, la literatura es un concepto que encierra la búsqueda de ideales: la mujer amada, una sociedad más justa, el fin último de la existencia humana,… No conozco autor que no se haya sentido imbuido en alguna búsqueda del ideal, es impensable.
-El destacado novelista inglés André Gide escribió que Dios dependía solo de nosotros. ¿Usted que opina sobre el papel de cualquier doctrina en las páginas de un escritor?
-Me parece bien. Es válido.
-¿Es usted creyente?
-No. La fuerza que dicen siente un creyente por su dios es burda, es pura literatura. Son sólo flagelos que tampoco me interesa cuestionar. En todo caso me siento más cercano de Gide o George Sand que de Chardin.
-Entonces aquella interrogante de que en sus libros usted acusa de un anticlericalismo declarado en sus personajes no es nada gratuito. ¿Cómo se relacionó con el noveaun roman?
-Yo para aquél entonces era muy joven. Había leído a los existencialistas y eso influyó mucho en mis primeros libros. Muchos aun presienten, cuando tienen en su poder un libro de Alain Robbe-Grillet, una conjunción estúpida de objetos fríos, sin emoción por nada, cosa que la obra se pierde; literariamente, digo. La sociedad moderna es antirromántica, obstinadamente modosa, episódica, carece de intensidad, y la literatura siempre va acusar de emociones frenéticas, sea pues esta una novela de tesis o un retrato de Dickens. Ahora, con respecto al noveaun roman, es cierto: ya no es válido seguir sus posturas estéticas, a menos que se tomen a sus libros como importantes textos de consulta sobre la forma de cómo no hay que escribir novelas... (risas).
-Ha escrito libros en donde la muerte es el único personaje con el cual el lector, consciente o inconscientemente, reconoce desde su título. ¿Cómo explica esta relación de los lectores con sus libros?
-En primer lugar, esto se da de manera aislada. Con respecto la visión premeditada de mis títulos no siempre va a coincidir los puntos de vista. Estas van en disgreciones. Por otra parte, sí, tiene usted mucha razón. Por ahí escribí que la literatura era lo único tangencial que podía ocupar el vacío dejado por la inexistencia de Dios. Una postura sartreana que he adoptado como base para construir mis ficciones. La muerte es ahora pensada, temida y hasta, me atrevería a afirma, que venerada por el hombre de nuestro tiempo, como una forma de escape –cobarde, pero al fin de cuentas de escape- de esta vida miserable que muchos llevamos en peso; por ejemplo. La muerte es un ente metafísico que abstrae lo corpóreo, esa naturaleza del cuerpo orgánico, y lo tangencial, lo que no haría cualquier implacable Dios.
-Para finalizar ¿cree usted que el escritor es sincero con su lector?
-Lo es en la medida que no piensa en él cuándo se enfrenta a la página en blanco. En la creación artística, sea esta de naturaleza objetiva, subjetiva o mixta, el artista tiene y debe abstraerse del medio y de los individuos que lo implican en el desarrollo de su obra, claro que sin desentenderse por completo de ellos; y enfrentarse consigo mismo. He ahí el valor de la creación. En la medida que esto se cumpla el valor de dicha obra funcionará de manera fabulosa.

LA VERDAD, diciembre de 1994.

Sobre la mítica valoración de lo profano en la personalidad literaria de Bierce


A José Chaparro Melgar, in memoriam

Solitario y misógino, megalómano y maldito, el pesimista Ambrose Bierce ocupa un lugar destacado en el amplio panorama de la literatura norteamericana, al lado de autores como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville; y, aunque no gozó en su tiempo del éxito con títulos en la actualidad tan memorables como Diccionario del diablo o Fábulas fantásticas, se le debe ahora un merecido (y nunca tarde) prestigio como iniciador de una poética cruda, enlutada, que autores del género negro posteriores a la Primera Guerra Mundial, admitieron deuda con el incomprendido escritor. Sus historias despertaron encendidas polémicas por parte de la crítica de su tiempo; sin embargo fue un vasto sector del público de su país como en gran parte de Latinoamérica quienes advirtieron con claridad la fuerza de su pluma, fundamentada en singularísimas como desgarradoras historias de ambientación espeluznante. El notable escritor inglés Emmett Morgan, definió el estilo original de Bierce de esta forma: “La lectura de sus libros produce en el inadvertido lector común una rebeldía malsana, un deseo palpable por romper los dogmas establecidos y orinarse en el Santo Grial para que ese dios de la tierra y de los cielos se lo bebiese… “El monje y la hija del verdugo” es un libro valioso en nuestro tiempo”. Tenía una considerable amargura por el mundo derivado, en parte, a esa falta de reconocimiento a su incuestionable talento. Sus libros fueron considerados textos de aprendizaje de un periodista con equivocada vocación literaria. A sus cerca de 71 años, alguna vez, expresó, cuando se encontraba en México, que se era viejo y estúpido. La vejez, para Bierce, derivaba en una vergüenza, ya que ésta era considerada por él como una eutanasia. Así, pasó los últimos años de su vida al lado de las fuerzas de Villa en México. Su muerte, rodeada del misterio que abrazaba siempre a sus historias, según parece, se debió a un asesinato de las mismas fuerzas a las que perteneció, aparentemente ahorcado en el sitio de Ojinaga, en 1914. Su personalidad acusó un anticlericalismo férreo, una total amargura por el confín de la sociedad norteamericana de inicios de siglo y un desprecio por aquellos quienes no advirtieron en su obra al genio de un escritor que sin duda lo era. Pedante y desgarrado, mitómano y seductor de la mugre de la crítica indiferente a su obra, aún hay mucho por decir y escribir sobre este estupendo autor a quien se van sumando con furiosa admiración lectores en gran parte de Latinoamérica y del mundo, y cuya figura conmueve a la justa veneración.

Tantas lunas enteras

A esta hora, amor mío, me sacarán las uñas
y no podré escribirte

Fernando Cazón Vera

Eres el sueño hecho carne, una ternura que a tus maneras alimentas la noche con tu silencio y con tu frío. La música que engendra tu boca se columpia como niños bajo el cielo e invocan a la Luna a perpetuar su luz de nácar sobre el luto de un vestigio: mi fiebre por ti. Es místico tu pelo como una algaraza religiosa. A veces pienso que no existes, pues Dios y los ángeles van de la mano. Tienes la piel nueva de los enamorados. Nutres mi sangre con el calor de tu imagen cuando cruzas la calle con tu sombra perfecta. Me quitas el sueño en las crudas madrugadas y las sustituyes de resplandores flamantes. Yo sé que el cielo y tú se invierten y me amparas desde tu soberanía, y me tienes paseando nimbos. Me entrañas en tu cuerpo y me sirvo de tus alimentos como un órgano más para producir tu cuerpo. Estoy esperando que me pidas hablarte en la lengua de tu ciencia para poder así ejercer la potestad de los sabios, y reconocernos como dos locos que meditan en un sillón estropeado, frente no al mar, sino a una fotografía tuya. Quisiera quemarme la boca con tu boca, como ese ron que me bebí a solas en mi habitación con una música de Song en el rincón, la noche que me dijiste, como si fuera poca cosa: estas confundido. Ahora, si te propusieras, me encontrarías errante en la más grande miseria, desterrado, luego de haber sido despojado de tu patria como una malaventura hecho hombre, de tu territorio tan vasto, donde nunca se pone el sol. Por lo pronto, estoy próximo al amanecer azulenco que en mi balcón, sin ti, parece una viuda enarcada. Después de tantas lunas espero poder conciliar con tu silencio tan doloroso. Eran tantas las lunas esperando poder volver a mirarte a los ojos azabaches, y tu pelo que te figurabas híspido, inquieto, desordenado, sin concierto, me da la frescura de un algodonero cuando creo caer muerto de miedo cuando estoy junto a ti, o también cuando te pienso y te creo dibujar en el aire como dibuja un invidente las formas generosas y suaves de una mujer. Después de tantas lunas nacaradas, estoy esperando por fin encontrarte y enterrar mi miedo bajo mi voz, para decirte que no hay Luna más nevada que la que cristaliza las sombras con sus tactos elevados en mi noche más negra que un sepulcro.

martes, 12 de junio de 2007

Estación Desamparados

-¿Recuerdas quien eres?
El hombre miró al suelo, confundido, y sonrió:
-No. Pero tampoco importa.

La lluvia había cesado cuando salió a la puerta de calle. El aire estaba frío, el cielo metálico y las calles calcinadas por una mañana ceniza. El colectivo de las seis cruzaba el amplio carril de Dos de Diciembre entre una ventisca de humo y polvo. Por precaución, Ayala llevaba oculto en el bolsillo de su cardigan el viejo revólver Mágnum 73, abultado por unas medias de invierno. Echó a andar calle abajo esperando ubicar un taxi que lo llevara a la oficina de inmigrantes Traming Corp.
No estaba dispuesto a esperar más tiempo para salir de este país de mierda. Cuanto más corría el tiempo sentía que se asfixiaba como una rata en una caja de zapatillas. Aún no se había repuesto de la noche anterior. No recordaba muy bien a qué se debió su inconciencia temporal que lo mantuvo toda la noche tendido en esa camilla putrefacta que ni por una buena cantidad de dinero, en el estado que ahora se encontraba, hubiera aceptado descansar sobre ella. Las sábanas despedían humores hediondos, a sudor, a orines, y vaya a saber a qué otras cosas más. La sola idea de verse solo en ese cuartucho en la parte más fea de la ciudad y despertar con el horrible dolor en el cuerpo y el cerebro pateado, sin la compañía de su viejo amigo, le procuró la sospecha que no hubiera querido afrontar: la muerte de Berttone. Recordaba que momentos antes del atraco él y el pelirrojo argentino se motivaron con una generosa dosis de heroína. La total liberación que le otorgaban las drogas era algo que solo se podía comparar con una buena culeada. Les despertaba las emociones dormidas. Podían pasar fácilmente de la tristeza a la alegría y de la desazón a la esperanza. Era siempre necesario inyectarse unos gramos líquidos en las venas del antebrazo para que adquirieran las fuerzas necesarias para asaltar el crédito de un apetecible banco. Lo que ocurrió anoche no lo recordaba. Ni mucho menos el paradero último de Berttone. ¿Por qué lo creía muerto? Ambos habían tenido, en la semana, presentimientos fuertes e inquietantes, de que enemigos del asociado planeaban sus muertes, en el lugar y en el momento menos pensado. Ya se los habían advertido. Pero, ¿y él? ¿Por qué demonios estaba aún con vida? ¿Por qué había despertado en un lugar como ése?, donde la calamidad y la repugnancia humanas hacía suyas sus dominios en un verdadero paisaje de averno. No todo estaba claro. En realidad la muerte de Berttone no era algo confirmado. En todo caso, no todo se sabía a partir de sencillas corazonadas. Tomó un taxi en la explanada de Correos y pidió al chofer que lo llevara a la Traming Corp.
Como todo estaba así, literalmente en el aire, se dijo que debía tranquilizarse. Para hacerlo, preguntó al tipo del volante cómo estaba el negocio.
-Caminando- respondió éste, mirándolo de soslayo.-No casi siempre se corre en la vida.
-Tiene mucha razón. No siempre se corre –dijo Ayala. El hombre del volante fumaba con desgano. Su rostro revelaba pesar y una enfermedad crónica. El humo de su cigarrillo le borraba la expresión triste y lo trascendía de su muerte cotidiana. Ayala pensó en el silencio. No hablar más. Quizás el sujeto no contaba con las ganas o la paciencia de escuchar a un tipo borracho, más aún con el ánimo de mierda que parecía tener.

La Traming Corp estaba ubicada a una cuadra de la Estación Desamparados. Cuando el taxi lo dejó, Ayala contempló la imponente arquitectura de sus acabados y el hermoso reloj que indicaban las siete de la mañana entre la neblina. Entró en la oficina y preguntó a la señorita de recepción por el señor Kaspov, quien les había brindado a su amigo y a él los papeles necesarios para el viaje al Perú.
El señor Kaspov era un amigo personal a quien ambos guardaban especial afecto y respeto. Constitucionalista y académico, se desempeñaba como tramitario de viajes en vista que su profesión no encontraba lugar en una ciudad como Lima. Como otros tantos profesionales, el doctor Kaspov debía dedicarse a otra profesión para resistirse al hambre. La señorita le indicó una puerta.
-El señor lo está esperando -dijo.
Cuando Ayala atravesó el amplio salón encontró a su amigo, el constitucionalista y jugador de rugby que antes había participado como funcionario de empresa de comunicaciones en Suecia, antes de su detención por manejos clandestinos con un cartel centroamericano. Tenía los ojos hinchados y las mejillas caídas. Éste le ofreció un asiento frente a su escritorio, luego que le estrechó su enorme y pesada mano de oso.
-Qué bueno que llegaste -dijo el doctor.
Ayala lo encontró visiblemente consternado. Una expresión glacial asomaba en su rostro.
-Lamento mucho tener que decírtelo, Ayala, pero es necesario.
Éste dio un respingo en su asiento.
-De qué se trata -dijo.
El doctor tomó aire, encogió los hombros y dijo, con la voz quebrada, muy suave.
-Han matado a Berttone –dijo. Se quitó los anteojos y apretó los ojos con sus dedos-. Esta mañana lo encontraron baleado en una de las puertas de la Estación Desamparados. Parece ser que se trató del ajuste de cuentas que le juró ese miserable de Moncada.
Calló inmediatamente, seguro por un recuerdo feliz que tuvo con el desaparecido y que ahora le sabía amargo. Se llevó un pañuelo a los ojos y limpió sus lágrimas. Procuró algunos ruidos desagradables y suspiró. Luego continuó, ahora hablando con resignación.
-Tenemos que tramitar la expatriación de sus restos. Pero antes debemos comunicar esto a la señora Flores.
Ayala recordó la figura de la anciana, allá en Rosario. Lenta, desdibujada por los años, siempre rogando a Dios que a su hijo no le pasara nada. Y ahora que se enterara de la muerte de su único hijo le vendría un ataque fulminante para su vida crepuscular. Ayala pensó que primero debían regresar, para así poder estar con la anciana en el momento más difícil.

La muerte de su amigo no lo sorprendió como lo esperaba. Era algo que se veía venir. La muerte de él o la suya. El siniestro Moncada se había salido con la suya. ”Hijo de perra”. Ayala se levantó de su asiento y encontró la mañana más fría y triste a través del ventanal de la oficina. Lima se mostraba deprimida y derrotada, amarga y desprovista de esperanza alguna. Ciudad triste, confusa y gris. El doctor se sirvió un trago, ahora mas calmado, y ofreció una copa a Ayala, que se excusó por el dolor de cabeza.
-Sería mejor dejar todo como está –dijo el doctor-. No quiero que esta vez te toque a ti. Sabes que te quiero como si fueras mi hijo.
Ayala habló como si no lo hubiera oído.
-Esto no lo puedo permitir un minuto más, Kaspov. Esta Ciudad me está matando. Es por eso que vine aquí para que me solicites un vuelo. Nuestro plagio no funcionó y todo está echado al diablo.
Kaspov tomó asiento. Miraba detenidamente a Ayala, con la copa en la mano.
-Aún no sabes lo que pasó ayer. ¿No es cierto? Estabas muy mal y Berttone te auxilió. Horas antes de que muriera baleado.
Ayala se volvió al hombre. Eso, quería informarse qué diablos era lo que les había ocurrido antes del atraco.
-No creo aún conveniente decírtelo. Entiéndeme -dijo Kaspov.
Ayala golpeó el escritorio. El Chivas tembló junto al portalapiceros.
-Maldición, Kaspov, tenemos a Berttone muerto y tú quieres ocultarme lo que pasó anoche? Suena estúpido, ¡Por Dios!
-Tranquilízate, hombre, ya pensaremos qué hacer. Por lo pronto debemos tramitar el traslado del cadáver para comenzar con el resto. Ten la seguridad que ese malparido que mató a Berttone nos la va pagar con cada gota de su sangre.
Dejó su escritorio y caminó hasta la ventana, desde donde Ayala ahora miraba la Estación Desamparados. La niebla había descendido hasta los cimientos, como una nube de nimbos pútridos. Lo escuchó maldecir.
-Tranquilo, ya luego veremos qué hacer. No te aflijas, muchacho.
Estaban mirando los automóviles en la avenida y el tren de la Estación derrapando con unas sirenas ululantes. Ayala juró que la muerte de Berttone sería pagada. Por ahora deseaba conocer lo que hubo ocurrido la noche anterior, solo eso. Y desde luego descansar y pensar. Pensar mucho, sin que supiera que ése no era más que parte de uno de sus últimas horas. Y entonces no habría nada más por qué descubrir. Ni su horrible muerte.