miércoles, 13 de junio de 2007

Sobre la mítica valoración de lo profano en la personalidad literaria de Bierce


A José Chaparro Melgar, in memoriam

Solitario y misógino, megalómano y maldito, el pesimista Ambrose Bierce ocupa un lugar destacado en el amplio panorama de la literatura norteamericana, al lado de autores como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville; y, aunque no gozó en su tiempo del éxito con títulos en la actualidad tan memorables como Diccionario del diablo o Fábulas fantásticas, se le debe ahora un merecido (y nunca tarde) prestigio como iniciador de una poética cruda, enlutada, que autores del género negro posteriores a la Primera Guerra Mundial, admitieron deuda con el incomprendido escritor. Sus historias despertaron encendidas polémicas por parte de la crítica de su tiempo; sin embargo fue un vasto sector del público de su país como en gran parte de Latinoamérica quienes advirtieron con claridad la fuerza de su pluma, fundamentada en singularísimas como desgarradoras historias de ambientación espeluznante. El notable escritor inglés Emmett Morgan, definió el estilo original de Bierce de esta forma: “La lectura de sus libros produce en el inadvertido lector común una rebeldía malsana, un deseo palpable por romper los dogmas establecidos y orinarse en el Santo Grial para que ese dios de la tierra y de los cielos se lo bebiese… “El monje y la hija del verdugo” es un libro valioso en nuestro tiempo”. Tenía una considerable amargura por el mundo derivado, en parte, a esa falta de reconocimiento a su incuestionable talento. Sus libros fueron considerados textos de aprendizaje de un periodista con equivocada vocación literaria. A sus cerca de 71 años, alguna vez, expresó, cuando se encontraba en México, que se era viejo y estúpido. La vejez, para Bierce, derivaba en una vergüenza, ya que ésta era considerada por él como una eutanasia. Así, pasó los últimos años de su vida al lado de las fuerzas de Villa en México. Su muerte, rodeada del misterio que abrazaba siempre a sus historias, según parece, se debió a un asesinato de las mismas fuerzas a las que perteneció, aparentemente ahorcado en el sitio de Ojinaga, en 1914. Su personalidad acusó un anticlericalismo férreo, una total amargura por el confín de la sociedad norteamericana de inicios de siglo y un desprecio por aquellos quienes no advirtieron en su obra al genio de un escritor que sin duda lo era. Pedante y desgarrado, mitómano y seductor de la mugre de la crítica indiferente a su obra, aún hay mucho por decir y escribir sobre este estupendo autor a quien se van sumando con furiosa admiración lectores en gran parte de Latinoamérica y del mundo, y cuya figura conmueve a la justa veneración.

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