miércoles, 13 de junio de 2007

A mil metros

Roman Spaulding reparó, al subir las metálicas escalinatas del avión, la presencia de dos sujetos altos, enfundados en trajes negros y de anteojos oscuros que esperaban al pie de Embarques. Uno de los sujetos llevaba en la mano un pequeño maletín de cuero, que le hizo pensar en un arma de largo alcance; mientras su compañero, algo grueso, un poco más bajo que el otro y de piel blanca mantenía las manos juntas sobre el vientre. El que cargaba la maleta fumaba, mirando su reloj con cierta impaciencia.
Su estadía en Alemania había sido subscrita por los funcionarios mayores según el tiempo que demorara su trabajo en Moscú, como agente secreto del Servicio norteamericano. Según Roman, ocuparía dicho puesto en un tiempo no mayor de una semana. Para esta labor había organizado matemáticamente su horario en las últimas jornadas, devolviendo a su estilo de vida un ritmo vertiginoso e indesmayable, casi mecánico. Esta nueva dinámica no le agradaba a Roman: la idea de una forma de vida menos saludable y de mayores sobresaltos lo encontraba por demás perjudicial, como la de sus años de policía en Los Ángeles.
El compartimiento de la avioneta era confortable. Los asientos estaban forrados de seda y el aire entraba deliciosamente por el condicionador. Una mujer rubia y de atractivas caderas –americana, pensó Roman- le recibió los papeles que indicaban que él, justamente él, era a quien el Servicio había destinado para el espionaje en conjunto con la KGB en Alemania. La rubia le sugirió un asiento, junto a la parte de Oficiales, desde donde se apreciaba todo el hermoso paisaje nocturno. Una sobria bebida y pastelillos de aceitunas rojas le esperaban en la mesa de pasajeros de primera clase. Una vez allí, sentado cómodamente, miró sin interés por la ventanilla la amplia y desierta pista de despegue y el de Embarques, con sólo algunos coches del aeropuerto y de personal preparando los últimos detalles para el vuelo.
Era una noche limpia en Pekín. En el cielo se destacaban nítidamente millares de estrellas y la temporada era agradable. Ni mucho frío ni mucho calor. No obstante el clima, Roman se sentía inseguro y hasta con cierto temor; sobre todo si tenía en cuenta que conocía al ministro de relaciones protocolares ruso Pável Ivanovskaya, un hombre de porte erguido, “distinción europea” según su parecer, ligeramente encorvado en los hombros, pobladas cejas plateadas y el bien recortado cabello en la nuca y las sienes. Su carácter difícil y poco sociable, así como sus toscas expresiones corporales le inspiraba a Roman ese presentimiento de apatía en la relación de ambos que no le hacía nada bien a sus intenciones de espionaje. Tomó un periódico de la mañana y buscó con urgencia las noticias sobre los conflictos en Oriente, que los matutinos daban cuenta en sus primeras páginas. Aunque había permanecido apenas algunos meses en aquél país, le habían bastado para aprender ciertas palabras del idioma que le permitía leer sin ayuda las noticias de la prensa nacional. Solía revisar con extraña continuidad las publicaciones con referencia a Kabul, Quetta, Nueva Delhi y Bihar. Había encontrado necesario informarse. Como agente secreto del país norteamericano y en conjunto con otros de la KGB rusa, estaba obligado a hacerlo. Las columnas informativas le revelaban que el mundo oriental estaba siendo repartido en migas territoriales, en medio de un tráfico que parecía no reparar en los límites de la ambición de control de poderes de los países comprometidos. Su sentimiento rebasaba hacia un miedo incontrolable de tener que enfrentarse en medio de una guerra que no auguraba otra cosa que su muerte inminente. Se llevó una copa de vino a los labios y bebió. Los pastelillos sabían bien, aunque Roman no quiso comerlos. No creía conveniente llenarse el estómago con esos gigantes bocadillos ovulares que le dejaban un sabor ácido en la boca. Llamó a la linda aeromoza en inglés. “¿Puede retirar el servicio?”
La mujer sonrió llevándose la bandeja con los pastelillos, meneando su enorme trasero con cadencia. Roman no pudo evitar apreciar aquellos suaves músculos que se contorneaban tras el uniforme. Sintió una calentura por el bajo vientre, debido al vino que le trepaba febrilmente a la cabeza, pero a los pocos segundos volvió a pensar en la muerte, en su muerte, mientras la avioneta levantaba vuelo sobre las luminosas calles de la ciudad que lo había acogido en los últimos meses. Pronto, y mientras se preguntaba si regresaría con vida a Pekín, estuvo a mil metros sobre la China norte.

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