miércoles, 11 de julio de 2007

Bajo la luna también saben descansar los muertos

A mi amigo, el escritor mexicano Samuel F. Velarde, Yacintrofos

Una peca de luna esculpía una sombra bajo el escritorio. Y sobre ella se encontraban las dos correspondencias de Verónica. Una manchada de sangre escarlata, la otra por la luz sombría del techo. Yacintrofos abrió una botella de cerveza y se tendió en la silla, bebiendo lentamente. Por la misma ventana, una lengua fría de viento hacía temblar los papeles del escritorio, pero la fuerza de la sangre que descansaba sobre ellos, los soportaba en la madera. Yacintrofos eructó. Se sintió felíz. Verónica con su sonrisa irónica, con esos labios explotados en rojos como una fresa y su piel suave, estaba tan muerta como una cucaracha bajo las llantas de un Chevrolet. Era mejor esperar a que su cuerpo empezará a despedir el olor inmundo de la putrefacción para así poder apreciar (y sentir) su horrible final. El cuerpo descansaba en la habitación trasera, abierta a la luz del sol que aperecería dentro de poco, pues la aurora asomaba tímidamente a lo lejos de la ciudad, sobre los cerros. Esperar. Sí. Como esperaba a que despuntara una nueva esperanza entre su cuerpo y el de Verónica cada vez que la llamaba por teléfono, él desde el bar, y ella, recibiendo su saludo enfermizo en la habitación de Mauricio, ése imbécil. Pero sin duda, la belleza de esa mujer era tan impactante que le hacía temblar el corazón como un tambor indio. Su boca, sus ojos color shampoo de hierbas, sus manos pequeñitas y esa voz cálida y suave que parecía marcar el tiempo en su vida. Toda esa manera de quererla estaba en el aire, flotando, como una niebla espesa.
Yacintrofos se encontraba excitado. Necesitaba el calor de un cigarrillo en los labios. Se puso de pie, se acercó al salón de la cocina y desde allí, mientras buscaba la cajetilla en el aparador, se volvió hacia el cuerpo de la mujer que descansaba sobre las baldosas ensangrentadas, bajo la luz clarísima y suave de la luna. Podía ver su culo desnudo, la espalda recortada por una línea de sombra perfecta bajando desde su nuca hasta sus nalgas como una línea suave y delgada, sus piernas largas y hermosas. Pero en la cabeza, como una mata de pelos hirsutos, desgreñado, el cadáver de la mujer parecía apreciarse como si se tratase de un muñeco de bazar cuyos dueños han arrojado en la despensa con el solo cuidado de evitar su rompimiento.
Yacintrofos encontró el Winston en uno de los cajones, cogió uno, lo encendió, y acercándose al cadáver, pensó que no tenía otra opción que esperar, como le había pedido tantas veces Verónica, pero esta vez, estaba dispuesto a esperarla, para sentir que ese cuerpo esmpezara a arrojar el olor inevitable de una asquerosa muerte, provocada por sus manos.

No hay comentarios: