miércoles, 11 de julio de 2007

La rutina como un disparo

Al fin. Hoy por la tarde, luego de un almuerzo de pescado con salsas de limón, pude dormir algo; aunque claro, pesadamente mal. En los últimos días (acaso excitado por mi crimen) no había podido pegar los ojos ni por un solo segundo, aun cuando tomaba las pastillas y medicamentos que el doctor Spinoza me recetó para el insomnio que me aqueja. Poco a poco esta sensación de sentirme cansado amainó en mi fisiología con un sueño sorpresivo que me encontró recostado en mi catre, revisando antiguas correspondencias de amigos que ya no están. Es cierto que aquella fue una siesta alentadora, de esas que te disponen de un buen estado de ánimo, lo que ya es un síntoma lamentable de lo mal que anda mi geografía interior, pues restableció sorpresivamente algunas de mis saludables funciones motrices.
Después de muchas y pesadas horas, en las que estuve tumbado en uno de los anticuados sillones que ocupan un sitio reservado de este, mi cuarto de hotel, fumando cigarrillos rubios frente a la ventana, o bien, escribiendo este diario con el riguroso oficio de un escribano, pude conciliarme con el descanso. No recuerdo cuanto tiempo es que estuve dormido. Mi noción del tiempo es vaga, indefinida, y sólo me sirven como un calendario eficaz para mis días y noches de claustro el color del cielo cuando se forra de cobre en los crepúsculos sangrientos, y la oscuridad, cuando por las noches asalta a la ciudad una sábana negra y profunda, tendida en el dilatado firmamento, que presta a los individuos la amenaza cruel de que declinaran sobre el mundo. En las madrugadas, la niebla del mar, fría, picante, borra la frontera imprecisa de las casas del balneario y sé cuando se presenta un nuevo día de padecimientos.
Ahora, y a partir de mi descanso, los músculos de mi cuerpo han adquirido una rigidez que había carecido hasta poco antes de esta tarde, ya que las fuerzas anímicas me habían abandonado casi por completo en las ultimas noches, desde aquella vez que forcé el cuello de la escritora, y tras mi huida, en la profunda oscuridad de la noche asesina. Abruptamente se me inmovilizaron los párpados, la carne de mi rostro, mis brazos y piernas y otras tontas facultades de mi naturaleza corporal. Sin embargo, supuesto lector, debo precisar que este descanso al que he hecho referencia me asaltó terriblemente, restándole a mi inusitado sueño la calma y quietud de lo apacible. Un paisaje oscuro, de sombras violentas, tras los muros arqueados de los sepulcros, una nube de cuerpos deshechos enviados por las tinieblas, y en cuyo territorio la muerte regenta vastamente sobre este misterioso dominio (en realidad una expresión rococó del infierno) en el cual me encontraba en medio del cementerio, alzada de una arquitectura que trasciende en un deterioro progresivo. A lo lejos, era observado por un sucio cadáver. Esta imagen era escalofriante, unos pies hinchados, saltado en carnes sanguinolentas, mordiendo los pasos que yo dejaba en el duro empedrado. Sólo eso. Luego, mi dormitorio en comunión con la noche. Es por eso que me entrego una vigilia forzada para no volver con mis víctimas que me buscan en mis pesadillas, desde el mas allá, y adonde las despaché. No encuentro razón alguna para descalificar mi homicidio, ya que esta mujer me produjo una certera consigna de lo que era mi existencia: una estación sombría y despreciable, una burda comprobación de que ésta sólo se debía a la alianza Literatura-Hastío. Por esto, confuso lector, es que me he entregado a la persistencia fría de mi soledad, como una más de mis condenas autoimpuesta, una resolución estoica y obstinada, aunque sin desacreditarla de un cierto y extraño temor, sin duda.

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