domingo, 1 de julio de 2007

El sol en el lomo de las bestias

A Jaime Piedra y Julio Lara, el “Loco”

Ardía el cielo. Era una tarde algo agónica cuando asomaron las primeras bestias, a lo lejos, como estatuas dispuestas a romper su inanimidad. Sobre ellas, borrados por una exhalación espesa de putrefacción, (la putrefacción de sus determinaciones) los ¿duros? ¿policías? listos a correr en el asfalto y repartir pelea temerosamente. Pero nada más falsificado, Señores. Eran, en apariencia, aguerridos, fuertes, con blasones en el pecho y una voz tronante que corta una música de laúdes en una noche joven. Pero más cobardía, ni en una sala cerrada y oscura de claustrofóbicos. Los valientes eran los que con mochila en la espalda y las nucas soportando el sol, marchaban. Gritaban. Protestaban. Triscaban el asfalto con temperancia, quemaban la tarde con sus gritos; no esa música de bárbaros, sin concierto, ni pueril, sino la de una voz que protesta por lo que la vida debe justificar. La de defender una vida universitaria en un país injusto, ridículo por lo que lo respalda en riquezas, pero que lo intensifica en el absurdo, en lo inimaginable, en lo que no debería ser ni suceder. La decisión de llegar al Congreso y esperar una concertación con algunos representantes del mismo por nuestros derechos, estaba latente. Latía, sí, en el pecho, en la garganta ácida, en las sienes mojadas, en el puño que desafiaba la luz de la tarde y en la consigna que nos inquietaba en el cuerpo como un intestino más. A eso íbamos, empujando la marcha, recordando al país que se es joven y no se es idiota ni débil, que corre por nuestras venas inquietudes de pueblo, de masa, de verdaderos revolucionarios.Enla Abancay, los ¿policías? se expusieron como los verdaderos cabrones que en realidad lo son, sobre todo cuando se enfrentan a las huelgas justas. Repartieron palos, columnas de agua, repartieron amenazas con unos caballos tan estéticos y soberbios como flemáticos en sus actos sometidos, que se hicieron sus mierdas en la parrilla de la avenida. ¿Tanto susto no era propicio, acaso, para despejar el estiércol que los sobrecogía y limpiar sus tripas trémulas embarrando de mierda las calles? Eran varios, casi ocho o quizás diez. Pero qué valientes se vendían esos policías de mierda. Valientes con sus botines pesados, con sus cascos briosos (solo en espejos de sol), sus uniformes gruesos y tan verdes como laureles, y esos rostros fieros y marrones que algún tajo debieran tener por cabrones. Tan valientes que sus palos solo estrellaban contra los que no lo merecían, y buscaban un gran punto blanco para empozar unas fuerzas que a punta de miedo concentran. Pero nada más falsificado, Señores. Era, como decirlo, algo tan burdo, tan jodido de ver y reconocer que esos obesos policías intentaban ganarnos en miedo con palabras que en la dulce Galatea quedarían mejor. Porque eran solo falsificadores de verdaderos guardianes de orden. Y el sol, descansando en el lomo de esas bestias que nos descubrían tanta movilidad en sus miembros pesados, vestidos por las sombras de sus carnes. Sus curvas broncíneas se ajustaban a los cendales que el sol limeño arrojaba. Los cascos de sus pezuñas quemaban la parrilla de la avenida. Quemaban sus trotes, los pobrecitos. Sus músculos, qué soberbios, qué fuertes. Y sus pelos tan suaves, color cucaracha, despedían olores de heno, pero también de ese olor penetrante que deben despedir el aliento horrible de sus ejecutores. Una pena tener que enfrentarlos, siendo bestias prominentes y sublimes dispuestos para la poesía y el canto épicos, y no para ser montadas por vacilantes policías para derrapar fuerzas inútiles contra los estudiantes revolucionarios. Desfilaban las bestias sobre el plateado de una parrilla. Ardía con menos intensidad el cielo. El sol en sus lomos dormía con dorados fatuos. Era así. El crepúsculo dormía sobre sus perfiles rocosos. De los movimientos tumultuosos que nos rodeaba, la eternidad nos decía que esa tarde era propicia para hacernos hombres no de sangre enferma, sino de bullentes venas, inquietas, que prestan sus calderos al justo servicio de la indignación. Esta revolución no se arma a punta de chispazos curiosos ni de juegos de jovencitos ingenuos, sino la del deseo de tocar la asfixia de una tierra sobrecogida por el hambre y la muerte injustas y subir la testa de una colina, de una pradera e incendiarla con fogatas que se desprenden de la razón y la sensibilidad humanas. Revolución y razón, pero con el ardor en el corazón para no resistirnos al llanto.

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