martes, 12 de junio de 2007

Estación Desamparados

-¿Recuerdas quien eres?
El hombre miró al suelo, confundido, y sonrió:
-No. Pero tampoco importa.

La lluvia había cesado cuando salió a la puerta de calle. El aire estaba frío, el cielo metálico y las calles calcinadas por una mañana ceniza. El colectivo de las seis cruzaba el amplio carril de Dos de Diciembre entre una ventisca de humo y polvo. Por precaución, Ayala llevaba oculto en el bolsillo de su cardigan el viejo revólver Mágnum 73, abultado por unas medias de invierno. Echó a andar calle abajo esperando ubicar un taxi que lo llevara a la oficina de inmigrantes Traming Corp.
No estaba dispuesto a esperar más tiempo para salir de este país de mierda. Cuanto más corría el tiempo sentía que se asfixiaba como una rata en una caja de zapatillas. Aún no se había repuesto de la noche anterior. No recordaba muy bien a qué se debió su inconciencia temporal que lo mantuvo toda la noche tendido en esa camilla putrefacta que ni por una buena cantidad de dinero, en el estado que ahora se encontraba, hubiera aceptado descansar sobre ella. Las sábanas despedían humores hediondos, a sudor, a orines, y vaya a saber a qué otras cosas más. La sola idea de verse solo en ese cuartucho en la parte más fea de la ciudad y despertar con el horrible dolor en el cuerpo y el cerebro pateado, sin la compañía de su viejo amigo, le procuró la sospecha que no hubiera querido afrontar: la muerte de Berttone. Recordaba que momentos antes del atraco él y el pelirrojo argentino se motivaron con una generosa dosis de heroína. La total liberación que le otorgaban las drogas era algo que solo se podía comparar con una buena culeada. Les despertaba las emociones dormidas. Podían pasar fácilmente de la tristeza a la alegría y de la desazón a la esperanza. Era siempre necesario inyectarse unos gramos líquidos en las venas del antebrazo para que adquirieran las fuerzas necesarias para asaltar el crédito de un apetecible banco. Lo que ocurrió anoche no lo recordaba. Ni mucho menos el paradero último de Berttone. ¿Por qué lo creía muerto? Ambos habían tenido, en la semana, presentimientos fuertes e inquietantes, de que enemigos del asociado planeaban sus muertes, en el lugar y en el momento menos pensado. Ya se los habían advertido. Pero, ¿y él? ¿Por qué demonios estaba aún con vida? ¿Por qué había despertado en un lugar como ése?, donde la calamidad y la repugnancia humanas hacía suyas sus dominios en un verdadero paisaje de averno. No todo estaba claro. En realidad la muerte de Berttone no era algo confirmado. En todo caso, no todo se sabía a partir de sencillas corazonadas. Tomó un taxi en la explanada de Correos y pidió al chofer que lo llevara a la Traming Corp.
Como todo estaba así, literalmente en el aire, se dijo que debía tranquilizarse. Para hacerlo, preguntó al tipo del volante cómo estaba el negocio.
-Caminando- respondió éste, mirándolo de soslayo.-No casi siempre se corre en la vida.
-Tiene mucha razón. No siempre se corre –dijo Ayala. El hombre del volante fumaba con desgano. Su rostro revelaba pesar y una enfermedad crónica. El humo de su cigarrillo le borraba la expresión triste y lo trascendía de su muerte cotidiana. Ayala pensó en el silencio. No hablar más. Quizás el sujeto no contaba con las ganas o la paciencia de escuchar a un tipo borracho, más aún con el ánimo de mierda que parecía tener.

La Traming Corp estaba ubicada a una cuadra de la Estación Desamparados. Cuando el taxi lo dejó, Ayala contempló la imponente arquitectura de sus acabados y el hermoso reloj que indicaban las siete de la mañana entre la neblina. Entró en la oficina y preguntó a la señorita de recepción por el señor Kaspov, quien les había brindado a su amigo y a él los papeles necesarios para el viaje al Perú.
El señor Kaspov era un amigo personal a quien ambos guardaban especial afecto y respeto. Constitucionalista y académico, se desempeñaba como tramitario de viajes en vista que su profesión no encontraba lugar en una ciudad como Lima. Como otros tantos profesionales, el doctor Kaspov debía dedicarse a otra profesión para resistirse al hambre. La señorita le indicó una puerta.
-El señor lo está esperando -dijo.
Cuando Ayala atravesó el amplio salón encontró a su amigo, el constitucionalista y jugador de rugby que antes había participado como funcionario de empresa de comunicaciones en Suecia, antes de su detención por manejos clandestinos con un cartel centroamericano. Tenía los ojos hinchados y las mejillas caídas. Éste le ofreció un asiento frente a su escritorio, luego que le estrechó su enorme y pesada mano de oso.
-Qué bueno que llegaste -dijo el doctor.
Ayala lo encontró visiblemente consternado. Una expresión glacial asomaba en su rostro.
-Lamento mucho tener que decírtelo, Ayala, pero es necesario.
Éste dio un respingo en su asiento.
-De qué se trata -dijo.
El doctor tomó aire, encogió los hombros y dijo, con la voz quebrada, muy suave.
-Han matado a Berttone –dijo. Se quitó los anteojos y apretó los ojos con sus dedos-. Esta mañana lo encontraron baleado en una de las puertas de la Estación Desamparados. Parece ser que se trató del ajuste de cuentas que le juró ese miserable de Moncada.
Calló inmediatamente, seguro por un recuerdo feliz que tuvo con el desaparecido y que ahora le sabía amargo. Se llevó un pañuelo a los ojos y limpió sus lágrimas. Procuró algunos ruidos desagradables y suspiró. Luego continuó, ahora hablando con resignación.
-Tenemos que tramitar la expatriación de sus restos. Pero antes debemos comunicar esto a la señora Flores.
Ayala recordó la figura de la anciana, allá en Rosario. Lenta, desdibujada por los años, siempre rogando a Dios que a su hijo no le pasara nada. Y ahora que se enterara de la muerte de su único hijo le vendría un ataque fulminante para su vida crepuscular. Ayala pensó que primero debían regresar, para así poder estar con la anciana en el momento más difícil.

La muerte de su amigo no lo sorprendió como lo esperaba. Era algo que se veía venir. La muerte de él o la suya. El siniestro Moncada se había salido con la suya. ”Hijo de perra”. Ayala se levantó de su asiento y encontró la mañana más fría y triste a través del ventanal de la oficina. Lima se mostraba deprimida y derrotada, amarga y desprovista de esperanza alguna. Ciudad triste, confusa y gris. El doctor se sirvió un trago, ahora mas calmado, y ofreció una copa a Ayala, que se excusó por el dolor de cabeza.
-Sería mejor dejar todo como está –dijo el doctor-. No quiero que esta vez te toque a ti. Sabes que te quiero como si fueras mi hijo.
Ayala habló como si no lo hubiera oído.
-Esto no lo puedo permitir un minuto más, Kaspov. Esta Ciudad me está matando. Es por eso que vine aquí para que me solicites un vuelo. Nuestro plagio no funcionó y todo está echado al diablo.
Kaspov tomó asiento. Miraba detenidamente a Ayala, con la copa en la mano.
-Aún no sabes lo que pasó ayer. ¿No es cierto? Estabas muy mal y Berttone te auxilió. Horas antes de que muriera baleado.
Ayala se volvió al hombre. Eso, quería informarse qué diablos era lo que les había ocurrido antes del atraco.
-No creo aún conveniente decírtelo. Entiéndeme -dijo Kaspov.
Ayala golpeó el escritorio. El Chivas tembló junto al portalapiceros.
-Maldición, Kaspov, tenemos a Berttone muerto y tú quieres ocultarme lo que pasó anoche? Suena estúpido, ¡Por Dios!
-Tranquilízate, hombre, ya pensaremos qué hacer. Por lo pronto debemos tramitar el traslado del cadáver para comenzar con el resto. Ten la seguridad que ese malparido que mató a Berttone nos la va pagar con cada gota de su sangre.
Dejó su escritorio y caminó hasta la ventana, desde donde Ayala ahora miraba la Estación Desamparados. La niebla había descendido hasta los cimientos, como una nube de nimbos pútridos. Lo escuchó maldecir.
-Tranquilo, ya luego veremos qué hacer. No te aflijas, muchacho.
Estaban mirando los automóviles en la avenida y el tren de la Estación derrapando con unas sirenas ululantes. Ayala juró que la muerte de Berttone sería pagada. Por ahora deseaba conocer lo que hubo ocurrido la noche anterior, solo eso. Y desde luego descansar y pensar. Pensar mucho, sin que supiera que ése no era más que parte de uno de sus últimas horas. Y entonces no habría nada más por qué descubrir. Ni su horrible muerte.

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