miércoles, 13 de junio de 2007

La ficción como residencia del escritor


Entrevista: Ronald Arquíñigo Vidal

Son las seis de la tarde. El malecón arde y los tumbos del mar golpean contra los farallones de la costanera. De pie, al borde de una muralla, se encuentra un hombre contemplando el crepúsculo sangriento sobre el océano. Fuma insistentemente y nos da la impresión de que se encuentra desconcentrado del mundo. Su saco marrón flamea sobre su cuerpo que, se nos antoja, se consume a cada pitada de su cigarrillo. Es alto y de gestos bruscos. Cuando nos acercamos, lo reconocemos inmediatamente. Es el escritor Horacio Martins. De cerca, parece estar echo de las mismas materias informes e irreconciliables con que están hechos los sueños. El desorden de su cabello y las ropas trajeadas que lo visten nos lo sugieren. No lo habíamos advertido, pero lleva bajo el brazo, apoyado en el muro de piedras, un libro. Se trata de su nueva creatura, una novela que (nos lo confesará después de la entrevista) lo sacó de sus casillas en cada una de las historias que vertía rabiosamente, como un poseído, en las páginas en blanco. Luego del saludo de rigor, y a la hora pactada de nuestra cita, nos sentamos en una de las mesas de un café cercano, al aire libre y de espaldas a la impresionante vista del mar del Pacífico, e iniciamos la entrevista.

-Usted alguna vez confesó su aprecio por la literatura de Bierce. ¿Que lo emparenta con este escritor?
-Creo que los escritores norteamericanos del fin del siglo XIX tradujeron fielmente, y sin presunción alguna, la desmoralización a la que estaba siendo conducido el hombre moderno. Y claro que no se equivocaron. Sólo a comienzos del siglo posterior se sucedieron hechos que se ajustaron a una especie de barbarie e infortunio que se habían advertido en los libros de estos autores, y que aun parece preservarse, sin duda. Cosa que condeno enérgicamente. La aparición de los primeros libros de Bierce, Anderson, Harte, Hawthorne, Dreiser y otros reflejaron perfectamente lo que hasta hoy y en cualquier parte del mundo viene sucediendo: el pesimismo masivo de los individuos. Es algo a la cual otros escritores latinoamericanos adoptaron procurando retratar en verdaderos cuadros humanos en novelas y cuentos con una fuerza emotiva que desconcierta. Me vienen a la memoria nombres incuestionables de lo que me refiero: Onetti, por ejemplo; Drogett en el caso de Chile y porque no, otro autor genial y a quien admiro y respeto muchísimo como es Roberto Arlt. Un genio de la creación, sin duda.
-¿Con esto podríamos suponer que usted se siente cercano a esta tradición literaria latinoamericana?
-No. Por supuesto que no. La tradición de un escritor está en su lenguaje. Si bien los problemas que lo arraigan con su tierra hacen de un autor latinoamericano un hombre de futuro incierto, esto no siempre es válido. Se puede ser un muy buen escritor no por la forma cómo abordas la historia y les presentas a los lectores, sino por el vigor de la palabra escrita, su peso en la conciencia de los individuos que leen sus páginas y por la valentía con la que el escritor se enfrenta, a su vez, con uno mismo. Allí se reconoce el brío de la pluma del escritor. Es este mi único compromiso, el dominio de la palabra y su tradición como lengua expresiva.
-En su segunda colección de relatos se percibe el dolor de la pérdida de la persona amada. Aunque, quienes lo han seguido desde su primer libro hasta este último, podrían pensar que no ha padecido nunca de obsesiones pasionales.
-Creo que el escritor es el sujeto más pasional que existe, y justamente esta constante pasión, ya sea por lo profano o lo divino, lo lleva determinantemente al desaliento y, de esta forma, e inevitablemente a la amargura, la desazón y la desesperanza, que ya es mucho decir. Por supuesto que amé muchas veces y hasta intensamente. Hubieron muchas mujeres en mi vida que me hicieron sentir que la existencia no era más que una inmunda bola de mierda. Pero no por eso he dejado de amar. Ahora, por ejemplo, a quien más amo es a mi gato de yeso que me acompaña sobre mi escritorio, mientras escribo y fumo. El amor es así de sencillo: trivial e insuficiente para mí.
-Cuénteme de su vida en Francia. Sé que tuvo una amistad con la célebre poeta Noëlle Poussin. ¿Cómo la conoció?
-Una importante institución cinematográfica me propuso, por medio de la editorial que me tradujo al francés La cabeza de Satán, un empleo para escribir guiones de televisión. Yo me sentí extrañado. Primero, porque nunca antes había escrito uno o siquiera alguna pieza dramática. Y segundo, ya que no me caracterizo por ser cinéfilo. Entonces la idea de enfrentarme a jóvenes que realmente tenían al cine en la epidermis y en la sangre me produjo espasmo. Luego pensé que no sería del todo malo probar una nueva profesión, ¿verdad?, y porque viajar a Francia era una puerta abierta del tamaño de mis problemas. Así que acepté. Viví un corto periodo en la ciudad Luz: apenas un año y algunos meses en la rue Saint-Evremond, un hotel muy cómodo de estilo medieval. El director de la academia era un hombre culto con quien compartí la pasión por la buena novela policíaca. Ambos coincidimos en autores y títulos. Fue él justamente quien me presentó a Poussin.
-¿Entonces para ese tiempo ella ya sufría de su enfermedad?
-Claro. Pero que no se piense que era una mujer tímida, silenciosa y de un semblante del profundo dolor con que siempre se suele relacionar a cualquier maníaco depresivo. Por el contrario, tuvo muy a bien contarme sus más pasionales vivencias en la Alemania de post-guerra, al lado siempre de su esposo, un importante fotógrafo, también francés y escritor, como ella, aunque un eterno inédito. En cuenta una mujer sencilla y, por supuesto, inteligente. Tenía el don de discutir con una defensa de sus ideales que se te pegaba fácilmente al pellejo si no tenías cuidado. Su suicidio fue lamentable. Recuerdo que escribí un artículo para un diario inglés de sus libros que la sobrevivirían.
-¿Cree usted realmente que los libros son resultado de un descontento de sus autores con el medio que les ha tocado padecer?
-Estoy seguro que sí. La vida es la suma exacta de nuestros fracasos, nuestras perdidas y, porque no, de nuestras más grandes realizaciones personales. El descontento es la persona más racional que existe pues su memoria trabaja a destiempo y esto le permite cuestionar todo aquello que le implantan las sociedades a las que debe, inevitablemente. Aquí, el escritor hilvana historias con los cuales el individuo común tiene la posibilidad de bifurcar su imago y vivir intensamente. El fracaso muchas veces da como resultado un buen libro.
-Entonces estaríamos pensando en nombres que asumen esta postura de la que usted habla, como...
-Aquí ya no importan nombres, movimientos ni posturas. La literatura es una y son varias, es eso cierto, pero en síntesis, la literatura es un concepto que encierra la búsqueda de ideales: la mujer amada, una sociedad más justa, el fin último de la existencia humana,… No conozco autor que no se haya sentido imbuido en alguna búsqueda del ideal, es impensable.
-El destacado novelista inglés André Gide escribió que Dios dependía solo de nosotros. ¿Usted que opina sobre el papel de cualquier doctrina en las páginas de un escritor?
-Me parece bien. Es válido.
-¿Es usted creyente?
-No. La fuerza que dicen siente un creyente por su dios es burda, es pura literatura. Son sólo flagelos que tampoco me interesa cuestionar. En todo caso me siento más cercano de Gide o George Sand que de Chardin.
-Entonces aquella interrogante de que en sus libros usted acusa de un anticlericalismo declarado en sus personajes no es nada gratuito. ¿Cómo se relacionó con el noveaun roman?
-Yo para aquél entonces era muy joven. Había leído a los existencialistas y eso influyó mucho en mis primeros libros. Muchos aun presienten, cuando tienen en su poder un libro de Alain Robbe-Grillet, una conjunción estúpida de objetos fríos, sin emoción por nada, cosa que la obra se pierde; literariamente, digo. La sociedad moderna es antirromántica, obstinadamente modosa, episódica, carece de intensidad, y la literatura siempre va acusar de emociones frenéticas, sea pues esta una novela de tesis o un retrato de Dickens. Ahora, con respecto al noveaun roman, es cierto: ya no es válido seguir sus posturas estéticas, a menos que se tomen a sus libros como importantes textos de consulta sobre la forma de cómo no hay que escribir novelas... (risas).
-Ha escrito libros en donde la muerte es el único personaje con el cual el lector, consciente o inconscientemente, reconoce desde su título. ¿Cómo explica esta relación de los lectores con sus libros?
-En primer lugar, esto se da de manera aislada. Con respecto la visión premeditada de mis títulos no siempre va a coincidir los puntos de vista. Estas van en disgreciones. Por otra parte, sí, tiene usted mucha razón. Por ahí escribí que la literatura era lo único tangencial que podía ocupar el vacío dejado por la inexistencia de Dios. Una postura sartreana que he adoptado como base para construir mis ficciones. La muerte es ahora pensada, temida y hasta, me atrevería a afirma, que venerada por el hombre de nuestro tiempo, como una forma de escape –cobarde, pero al fin de cuentas de escape- de esta vida miserable que muchos llevamos en peso; por ejemplo. La muerte es un ente metafísico que abstrae lo corpóreo, esa naturaleza del cuerpo orgánico, y lo tangencial, lo que no haría cualquier implacable Dios.
-Para finalizar ¿cree usted que el escritor es sincero con su lector?
-Lo es en la medida que no piensa en él cuándo se enfrenta a la página en blanco. En la creación artística, sea esta de naturaleza objetiva, subjetiva o mixta, el artista tiene y debe abstraerse del medio y de los individuos que lo implican en el desarrollo de su obra, claro que sin desentenderse por completo de ellos; y enfrentarse consigo mismo. He ahí el valor de la creación. En la medida que esto se cumpla el valor de dicha obra funcionará de manera fabulosa.

LA VERDAD, diciembre de 1994.

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