domingo, 1 de julio de 2007

Una noche después de la lluvia

El ojo izquierdo de la mujer no tenía brillo, tan sólo una inquieta nebulosidad de eclipse lunar. Parecía encontrarse abrumada, y apenas fisgaba con esfuerzo el cuarto, debido a la herida cerrada de su párpado. La luz del candil iluminaba solo una mesa desportillada, sobre la que descansaban dos platos vacíos, los restos de un pan de molde y un cuchillo ensangrentado, de esos que sirven para cercenar pescuezos de cerdo. Por la ventana abierta, ingresaba el olor de la muerte, fuerte, aplastante, robusto. Dejando la puerta abierta, la mujer se aproximó a la lumbre en busca de más claridad. Allí bebió un poco de leche, limpió la comisura de su boca y se juró valentía. Arrastrando los pies, uno delante del otro, tomó un poco de aliento mientras ejecutaba su segunda operación: encender una mecha para ayudarse en la búsqueda de su propósito. Una vez hecho esto, tomó el cuchillo con las mangas de su faldón y depositó las monedas que llevaba en las raídas alforjas, sobre la mesa, en lugar del arma que ahora guardaba entre las ropas interiores. Estaba dispuesta a hacerlo, mientras afuera la noche se hacía de fuegos y nimbos, de lluvia y marea negra. Amanecería y ella estaba segura de su cometido, ya envuelta entre las frazadas cálidas, sonriendo complacida de su ejercicio macabro, mientras escuchaba el cuerpo de sobresaltos de su madre, afectada, sin duda, por una afiebrada pesadilla. La muerte de los encapuchados tenía el costo de su cabeza. Pero aún así tenía una fuerza tan profunda como la fosa que iba a servir para sepultar los sucios cadáveres. No había venganza más sublime y redimible que su juicio. Entonces, en la comunidad, no se hablaría de otra cosa que de la bestia que descansa sobre el charco de sangre de los insurrectos, al lado del río. Y ella pensaría que esa bestia tiene el ojo izquierdo de una nebulosidad de eclipse lunar.

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