miércoles, 13 de junio de 2007

Nöelle Poussin, la poeta suicida (Homenaje)

“También creo en los aviones y los autobuses, ellos nos procuran viajes y lugares desconocidos, como también la forma de una muerte segura”.
Noëlle Poussin

Conocí a la escritora francesa Noëlle Poussin en un moderno ático de la calle L’Arrive, el año 1967. No recuerdo la situación del hecho. Tampoco importa, ahora que su cuerpo descansa bajo las flores que la primavera cálida de París lacera, y su memoria está borroneada por el tiempo y mi nostalgia, debido a su muerte tan injusta y dolorosa, sobre todo para quienes la conocimos; y para sus incondicionales lectores, por supuesto.
La suicida Poussin era una mujer de bello rostro luminoso. Tenía la cara olivácea, regular, los labios pequeños y frescos, el cabello llameante, eléctrico, y unos ojos que disparaban fuegos fatales. Dueña de una asombrosa cultura medieval que manejaba con solvencia y destreza en sus disertaciones, era una mujer conocedora del alto renacimiento italiano, y cuya admiración por Tizziano me removía las entrañas, pues siempre consideré al veneciano como un profuso colorista en demasía.

(Pero en estos momentos no importa esa condición artística en mi discurso, ya que no me empuja otro motivo que rescatar mis recuerdos más próximos sobre la bella Poussin y no la opción tardía del crítico de arte.)

Aquella era una tarde de invierno, ya hacía muchos años. Nos encontrábamos junto a tres estudiantes francesas de una academia de guiones del género negro (Simone, Emma y una pelirroja de turbantes pechos de nombre Adrianne). Disfrutábamos de un café en un elegante ático del Salomón, rodeados por rosas blancas y un piano de las páginas de Ravel que perfumaban el ambiente, poco antes de mi partida a la estación de Tolouse Matabaiau, para tomar el tren de las siete con rumbo a Saint-Jean-de-Luz, el puerto principal de Burdeos. En dicha ciudad me establecería por un mes para dictar algunas clases en una escuela del internado de la rue Deuxeleus.
Hablamos poco, lo reconozco, pero me quedó su voz, las pausas que se permitía entre cada bocado de sus pastelillos y las expresiones cálidas de su rostro cuando escuchaba con atención cada una de nuestras intervenciones en dicha reunión. Su malestar por los incompetentes y los apáticos era para tomar en serio, debido a su afiebrado compromiso por la justicia social. Aunque no sólo fue lo único que se habló. Además de lo anterior, se habló de la muerte, el suicidio como resolución última y efectiva, irremediable (e irredimible), y sus hijos, muertos en un asalto de trenes en Ucrania. Las muchachas que nos acompañaban se divertían cuando alguno de los dos tomaba a mal la marcha anticomunista en algunas partes del país, y Noëlle decía que se es joven y a veces ignorante para hablar así, sin conocimiento de causa. Pero al momento de hablar sobre su poesía, Emma, quien también escribía y amaba la poesía mística española, además de intentar una novela romántica, dijo que la de Poussin le parecía también una poesía alternada entre lo irreal y lo místico, lo metafísico y la muerte, cosa que provocó en la poeta suicida un estallo de risa que a todos nos contagió. Rió de buena gana y me gustó la hilera de dientes perfectos y albos que tenía. “No”, dijo, “mi poesía es tan bastarda como un excremento de elefante en la sabana. No creo en el entendimiento de la poesía. Yo más bien creo que el hombre contiene en sus entrañas sus desperdicios infectos y las expulsa por su conducto de mierda, para que deje de apestarle, y se las deja a otros como deposiciones míseras. La poesía es así, infecta y sin oscuros misterios. El hombre es como un elefante, enorme y peligroso, pero también solitario y memorioso”, dijo, sorbiendo su café humeante.
Aquél encuentro lo recuerdo borrosamente. Tenía mi pesado equipaje en uno de los coches que me esperaba en el hotel Seiwald de la rue Saint-Evremond y apenas algunos minutos para empacar los numerosos volúmenes que la institución me había obsequiado: traducciones de Musset, Vigny y de Beaumarchaus. Fue la única discusión que sostuve con esta destacada poeta, ya que yo abandoné al poco tiempo la ciudad y ella se abandonó para siempre de este podrido universo de mentes enfermas, lanzándose del piso 49 de su modesto departamento del edificio de la rue Bernue, donde su esposo, un hombre de bandera comunista, regentaba desde hacía un año un estudio fotográfico. La causa, sospecho, fue la enfermedad que consumió sus entrañas más sensibles y toda la fuerza que le reconocí en los años de lucha en mayo del 68, cuando aspiraba a una vitalidad que, naturalmente, solo alcanzó a poseer en el límite cuadrado de su balcón aquella noche de diciembre negro. Recuerdo también que al despedirme aquella noche me ofreció su mejilla y susurró en mi oído: “Tenga usted en cuenta que ésta servidora lo estará esperando para conversar en el lugar menos adecuado, y sospecho que será en algún espacio oscuro de sus libros”. Lo tomo en cuenta ahora que sé que estoy tan viejo, camino con esfuerzo, (a no ser que sea debido a la ayuda que me ofrece un joven vecina que dice admirarme, pues me ha mostrado todos mis libros y algunos apuntes que ensaya después de leer algunas de mis historias). Bien, hasta acá me quedo, mi querida Poussin. Pequeño homenaje a una mujer bella y talentosa que puebla, sin duda alguna, los lugares más oscuros y trágicos de mis libros.

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